martes, 20 de marzo de 2012

Un rapidín.

Hace casi un mes que no subo nada aquí, las razones son simples y se resumen en una sola que es puramente académica. Sí, empezaron las clases. Hace muchos meses (casi cuatro) que no piso las aulas universitarias. Seré breve, porque tengo que ir a clases. Los días son iguales. Llegan uno tras otro, con religiosa puntualidad, sentenciados por el tiempo. Es como si Martes asistiera al funeral de Lunes. Miércoles al de Martes y así sucesivamente hasta que resucita Lunes y bla bla blá. A las cinco de la mañana la ciudad ya está moviéndose. Ya se empiezan a respirar los primeros vapores de las industrias. 

El olor a pan. 

Cuando en vacaciones me levantaba a las casi once de la mañana -y me siento orgullosa de ello-, no podía notar eso, por ejemplo. Tampoco podía ver a la gente paseando a sus perros mientras van a comprar el pan. Los periódicos rezándoles a las puertas desde la vereda. Algún deportista improvisado que con veinte mil poleras se dispone a bajar toda la cerveza del verano. Ese aire a limpio. Ese aire a que la ciudad está tranquila en todos los sentidos. No delincuentes, no basura, no humos, no ruidos. Paz, paz y paz. Paz total. 

Paz everywhere. 

Me ducho para despertarme y mientras lo hago medito en las mil y un cosas que podría hacer pero que por falta de ganas, tiempo o dinero no hago. ¿Se dan cuenta? Cuando uno se ducha piensa en cosas importantes porque el subconsciente aún está echando raíces por ahí. Salgo de la ducha y miro el reloj. Ahí me rayo y me doy cuenta que toda la vida es lo mismo: tarde. Tarde, tarde, tarde. Muy tarde. Atrasada. Sin desayuno y sin tiempo. Me cambio y con el pique de asaltante del que en algún otro post hablé, me dirijo a la avenida. Los buses, como siempre, malditos, me dejan. Me deja uno, me dejan dos, pasa un tercero burlándose de mí. Un cuarto me restriega la hora en la cara y sin dudarlo me subo a un taxi. Cada que me subo a un taxi, desde que voy al colegio, miro atenta a las calles en busca de alguna cara conocida. Siempre voy con esa intención. Ir en taxi y encontrar a algún otro desdichado que no goza de la puntualidad como virtud y necesite una mano.

Sólo una vez me surtió. 

Cuando estaba en cuarto año de secundaria. Estaba en el taxi y vi a una niñita con el uniforme de mi colegio. "Señor, una paradita aquí". El tipo me miró y accedió. Me sentí una secuestradora, una asaltante, una usurpadora, una violadora. Cuadramos frente a la niña y con esa actitud de película -donde el protagonista aparece (en una grúa, helicóptero, avión, tren o generalmente un camionetón) para salvar a alguien a último minuto, salvo que yo me aparecí en un taxi que, para variar, era Tico- le dije buenamente "Sube". La pequeña me miró, la pensó mil veces en un fragmento de segundo y luego de verme uniformada se subió. 

Y llegamos felices y contentas. 

Contentas, sobre todo yo, porque hice mi buena obra del día. Se siente bonito, la verdad. Es una sensación extraña. Una combinación de adrenalina por querer que el señor taxista mate a todo el que se interponga en el camino y se despegue del suelo -a ser posible- para llegar lo más rápido a tu destino -clases, generalmente- y un toquesito de bondad, todo cargado de esa complicidad entre dos tardones que te hace pensar que el mundo todavía puede ser un lugar mejor. Y así pues, acabo de ver el reloj, 04:48. Los dejo. Un beso, hasta la próoooooxima vez que tenga tiempo. Vibras para todos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tu eres good katty (y) xd