martes, 28 de febrero de 2012

¿Salud?

Suele pasar que tu insulina esté por niveles encima de lo normal, sobre todo a los dieciocho. En realidad, cuando das dieciocho vueltas al Sol esperas como regalo un auto, ganar la lotería o en el más humilde de los casos encontrar un fajo de billetes que puedas despilfarrar con tus amigos por un muy buen número de fines de semana. ESO es lo que se espera a los dieciocho, no un franco caso de insulinismo. Pero bueno, obedeciendo frases trilladas como "a caballo regalado no se le mira el diente" o "al mal tiempo, buena cara" decidí asimilar el tan común caso como cualquier cosa y decepcionada de la vida Coca Colera que llevé y que tan feliz me hizo alguna vez, hice lo que todos hacen cuando se enteran que algo no va bien.


Me fui a beber.

Sí, yo que no bebo o que al menos creía no hacerlo. Empecé el sábado. Un sábado como cualquier otro en el que pude haberme quedado viendo Southpark, Alf en Nick at nite o algo raro con Giorgio Tsoukalos. Quedé con un amigo que no veía hace un tiempo y bla bla bla. La historia casi se repite el domingo. Se concretó el lunes. Un lunes de locos cuyas consecuencias vivo hasta hoy. El martes, casi como Dios, elegí mi día para descansar. Del miércoles me acuerdo muy poco, del jueves recuerdo dos habanos terribles y vomitivos. Del viernes recuerdo llanto y del sábado un olor a weed que hace un montón de tiempo no sentía. El domingo, también trajo humo y llanto. No ha sido la semana más bohemia de mi vida pero tampoco es que haya sido la más sana. Entonces hice lo que todos hacen cuando se enteran que pudieron beber más.

Me fui a beber.

Ayer que bebí y no creí hacerlo -sinceramente, cada vez que bebo jamás creo hacerlo- me di cuenta que era una mala persona y que depositaba mi fe en otras personas tan igual de malas que yo. Y bebí más. Entre las estupideces que mis improvisados colegas etílicos decían y entre risa y risa que ellos promovían, me acordé de las tantas malas personas que alguna vez quise y que hasta hoy quiero. Ya saben, la etapa en la que te acuerdas de cualquier porquería y quieres llorar pero estás tan ebrio que te olvidas y empiezas a filosofar cosas como que el amor puede morir pero el corazón jamás. El amor no falla, lo que fallan son las personas. El secreto de amar es amar sin secretos. La verdad duele pero la mentira mata. Fracasar no es morir sino volver a empezar, entre otros. Jajaja sí, así de grande la estupidez. Entonces después de pensar en tantas cosas mientras hablas algo que sólo Dios sabe -¿ese desacuerdo entre lo que piensas y lo que hablas? ¿lo recuerdan del colegio, cuando el profesor hablaba y pensabas en todo menos eso?-, decidí hacer lo que todos hacen cuando se dan cuenta que extrañan a alguien.

Seguir bebiendo.

Eso de beber con gente despechada y/o enamorada trae consigo otro mal tan común y tan silvestre: el que te pidan saldo. Nunca falta aquella víctima de la combinación tan mortal que pueden hacer el amor y el alcohol o peor aún si hablamos de alcohol y de olvido. Presencias un rechazo masivo, nadie quiere gastar el crédito de su teléfono, incluyéndote. "Voy a comprar saldo, ya vengo" y a partir de ese momento eres testigo de lo que el alcohol puede hacer en un ser humano tan igual a ti. Que podrías ser tú, con la salva diferencia que él falló en el intento de ponerse en pie y tú aún no has caído. Naturalmente te ríes y haces lo que hace cualquier persona que ve a su amigo hecho trapo.

Seguir bebiendo.

Mientras bebes te acuerdas del karma y no sólo te sientes mal por haberte burlado de tu ebrio amigo, no, sino que también te acuerdas de todas las cosas que te hicieron, todas las conversaciones que tuviste, todo lo que pensaste y todo lo que sentiste y/o sientes. Y te deprimes porque te has reído de su fracaso -ay qué exagerada jaja- y eso probablemente, gracias al karma, se traduzca en llanto para ti. Te deprimes, así de simple. En tu depresión, miras a una amiga tuya fermentándose en un sillón al frente, con la misma cara de desamor y le haces señas para proceder a la retirada. Quede o no trago. Te imaginas pasará lo que se supone pasa cuando decides irte: llamar a un taxi, despedirte, subir al taxi, forzar tus ojos para parecer la persona más sana y menos asaltable del mundo, llegar a tu hogar, saludar a tu madre con cara de palo y dormir. ¡Pero no! ¡Un chico ebrio salvaje aparece y te ataca! De la nada, por no querer seguir bebiendo, terminas knockeada en un sillón por un golpe en la cabeza que nadie vio venir y cuatro uñas marcadas en tu mano producto del salvaje forcejeo que tuviste que afrontar para poder irte a llorar a casa. Tras las disculpas, hacen lo que la gente suele hacer cuando espera su taxi.

Beber lo que queda.

Agradeces la invitación, te despides y recoges tus cosas procurando ocultar el malestar causado por el golpe y zarpazo recibidos. Ves las botellas y jarras vacías, el cenicero lleno y las caras de trapo. Llega el taxi, te sientes orgullosa de bajar las gradas y lo único que recuerdas es la cara de tu amiga pidiendo que la dejen primero. Tú, preocupada por tu integridad, miras por el retrovisor al taxista y asientes. Pones todos los objetos de valor escondidos entre tus prendas dejando el bolso vacío y perfectamente asaltable y decides entablar una conversación para no dormirte. De la nada despiertas al lado de tu madre, revisas facebook y el registro de llamadas del celular y te das cuenta que no mereces tener un celular en momentos así.

1 comentario:

Ruby C. dijo...

Me sentí un tanto identificada, saludos!