martes, 26 de junio de 2012

Quién diría.

Salí de casa con las manos en los bolsillos. El Sol caía de reojo, como quien no quiere la cosa, haciéndose el rico. Atorrante y sobrado, arañado por el viento vespertino. Saqué el celular, ingresé el patrón de desbloqueo y vi la hora. Tres con diecinueve minutos. Abrí el registro de llamadas mientras caminaba en bajada directo a la avenida. Tono de llamada. Timbrando. Aló? Aló? Dónde estás. Hablamos más cosas que no recuerdo y colgué el teléfono. Crucé la pista y recordé las monedas en mi bolsillo. Las acaricié con los dedos para asegurarme de que estaban ahí y estiré el brazo.


Buenas, a Bello Amanecer??

¿Cuatro? Vamos. Subí y cerré de un portazo el taxi. El Sol seguía acariciando la pista con la misma fuerza y el paisaje avanzaba corriendo para quedarse atrás. Abrí la ventana para sentir el viento. Me miré de reojo en el espejo retrovisor. Quién lo diría. Quién diría que iría a esa casa tantas veces como a la mía desde ese Abril. Mi vida había cambiado tanto. Cambié de casa, de hogar, de gente, de caminos, de rutina. Recuerdo ese martes, saliendo de clases con Mante, que conversamos de él. Recuerdo que entre risa y risa quedamos en que me llevaría a alguna reunión que organizara, que su casa era el hogar de muchas noches etílicas de su grupo de amigos y que debía ir. Era el macabro y aparentemente utópico plan a muy largo plazo para quitarme a mí la etiqueta de "extraña" y a él la de "platónico".

...Y así fue como perdí mi camioncito.

Hasta ahora me pregunto por qué el taxista me contó la historia de cómo perdió su camioncito a los seis años. Sonaba tan triste a pesar de que a cualquiera le parecería demasiado estúpido. "Nunca voy a olvidar mi camioncito". Le pagué con todas las monedas que me quedaban y bajé. Vi que estaba cerca del portón. Le di un beso, me sonrió y subimos. Entramos y se tumbó en la cama. Me abrazó. Le conté lo que me acordaba de la historia del camioncito. Sonrió y se preguntó lo mismo que yo hace unas líneas. Me sentí tan cómoda y tan bien contándole aquella estupidez y que me haya prestado esa atención. Quien lo diría. Cada vez que lo miro y conversamos, es un mundo. Me sumerjo en su sonrisa. Qué bonito es verle sonreír. 

Y no se ríe de mí, sino conmigo. 

Le acaricié el rostro y cerré los ojos mientras le besaba la tibia mejilla. Lo llené de besos y suspiré. Tengo esa imagen grabada en la mente. Su imagen. Él. Sus dedos entrelazados a los míos, hablando de la nada. Regalándole risas al viento y robándole el alma al tiempo, que sin él, los minutos son eternos. Suspiro. Quién lo diría. Quién iba a creer que ahora conozco tan bien esa casa a la que jamás creí entrar. Que ya no soy una extraña ni él un platónico. Que el plan macabro no fue tan macabro y que de utópico no tuvo ni un poquito. Que me sentiría tan cómoda contando estupideces o que extrañaría darle besos en la mejilla. Detener el tiempo en un abrazo. Imprimir esa sonrisa en la mente. Quién diría. 

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