jueves, 9 de febrero de 2012

Pawviff, 2999

Y de pronto vi cómo todas las cosas empezaban a abandonar su naturaleza para rendirse a mí y convertirse en plastilina. Los edificios, las casas, la propia cruz. Todo dejó de ser cemento. Todo dejó de ser madera. Plastilina por doquier. Los ojos se me cerraban y el alma clamaba por ser escuchada.



- Tenemos que irnos - me dijo aquel.

Supe que a donde fuera que vaya, iba a perseguirme. Escuchaba su voz, la tenía grabada en lo más profundo de mi ser. Era como una maldición, como un cáncer, qué se yo. Me perseguía. Era el trato. Cada que lo recuerde iba a visitarme hasta en mis mejores sueños. Iba a torturarme. Iba a mentirme. Iba a traicionarme. Iba a hacerme sonreír.

- Muévete.

Todo era muy falso. Caminé por ese callejón que sin salida parecía el más largo que pude visitar alguna vez. Todo en sepia, bañado por los faros municipales. Se respiraba magia en el ambiente y yo tan sólo quería que cuando acabe estuviera a salvo. Caminamos. Caminamos mucho. El callejón dejó de ser un callejón y procedió a convertirse en un túnel. Caímos a un agujero negro. Profundo, profundo. Negro. Maldije al conejo de Alicia, que seguramente inventó aquella idea de tortura. Saludé a Mafalda. Cerré los ojos y estabamos en medio de la calle. Vi hacia arriba y no había nada más que el azul del cielo. 

- Las estrellas son tuyas, mi cielo.
- Deja de mentirme, estúpido.

Entonces vi cómo surgían telarañas de sus labios. Empezó a morir, ahí, en medio de la calle, a vista y paciencia de nadie. Presa de su propia ponzoña. Enredado en su propio decir. Siendo humillado por el único capaz de eso: él mismo. No sabía si correr, gritar, esconderme o contribuir a su muerte. Quería patearle la cara y matarlo de una buena vez.

- Tranquila, cuida a tus demonios. No crees demasiados. No es bueno - me gritaron desde abajo.

Qué fría está la cama, pensé. La escena se recreaba una y otra vez en mi mente. Me sentía una incomprendida. Mi corazón latía a mil por hora y la sonrisa del rostro parecía no querer abandonarme nunca. Sentía que había muerto y junto con él, la razón de un jueves a las ocho y treinta de la noche.

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